“Agradezco profundamente a Dios que haya querido fundar su Obra”

Luciana cuenta, en primera persona, cómo a pesar de haber recibido una formación cristiana y de haber crecido cerca de Dios, poco a poco fue perdiendo aquello que antes le resultaba fundamental. Un encuentro con el Papa a los 31 años la ayudó a reencontrarse con Dios y volver a practicar su fe.

Luciana (izq) con otras dos rosarinas en uno de los encuentros con Benedicto XVI en Brasil

Conocí la Obra desde muy pequeña, a través de mis padres que son supernumerarios del Opus Dei. San Josemaría fue protagonista en mi vida cuando, a los seis  meses de edad, tuvieron que internarme por una afección respiratoria. Mamá, con mucha fe, puso una estampa del santo bajo la almohada y me encomendó a él. A pesar del pronóstico pesimista de los médicos, salí adelante y hoy tengo 31 años. 

En casa aprendí las primeras oraciones, la devoción a la Virgen y al Ángel de la Guarda, a quién rezaba todas las noches con la ayuda de mi mamá. Fui a un colegio en el que la dirección espiritual está a cargo de personas del Opus Dei. Recuerdo con qué paciencia nos atendían los sacerdotes y cómo escuchaban nuestros “problemas”. 

Mis padres fueron transmitiéndome modos cotidianos de tratar a Dios, me enseñaron que cuando no tenía ganas de ayudar en casa o hacer los deberes escolares, podía ofrecer esas pequeñas tareas al Niñito Jesús y ponerlo contento. También recuerdo que, cuando se acercaba la Navidad, nos decían que portándonos bien ayudábamos a hacer más blando el colchoncito de la cuna del Niño.

Nunca pensé que ese viaje, al que me embarqué sin ganas, iba a cambiar el rumbo de mi vida de un modo rotundo. Creo que fue uno de esos regalos enormes que hace Dios.

Con el tiempo, empecé a ir a charlas de formación cristiana con unas amigas y más tarde a Cheroga, un centro del Opus Dei para chicas en la ciudad de Rosario. Justo en ese momento mi padre se acababa de quedar sin trabajo y ese hecho me cambió la vida. Súbitamente tuvimos que mudarnos a una casa sin terminar en una localidad cercana a Rosario y cambiarnos de colegio porque el dinero no alcanzaba ni para el colectivo. Sin embargo, nunca dejé de estar en contacto con mis compañeras del colegio, ni de frecuentar Cheroga. Me ayudaron mucho las numerarias y las otras chicas que, como yo, iban por ese centro de la Obra. Recibí cariño y formación, a la vez que organizábamos planes donde nos divertíamos mucho. Todo esto me ayudaba a sobrellevar la difícil situación que se vivía en casa. Fue muy ejemplar ver como mis papás llevaban su cruz, sin quejarse. Nunca los escuché preguntar “¿por qué?”. 

        

Cambiando el rumbo de la mano de Benedicto XVI

A pesar de haber recibido formación y tantos ejemplos de vida, al introducirme en nuevos ambientes, de a poco empecé a alejarme de Dios. Fue algo gradual. De pronto, todo lo que había sido importante y fundamental para mí dejó de serlo. En ciertas circunstancias me pesaba ser distinta, me cansé de que mi opinión fuera siempre diferente de la mayoría. Callaba y así me sentía más cómoda, parte del montón, a costa de dejar de lado mis principios.Pero no me importaba y al principio sentí alivio. Quise imitar a los que me rodeaban en formas de vida alejadas de mis valores. Pensaba que así encontraría una auténtica libertad.Sin embargo, con el tiempo la tristeza se adueñó de mí. Comencé a padecer crisis de angustia cada vez más agudas. Estaba rodeada de gente y por períodos de novia, pero siempre cargaba con una sensación de soledad que no lograba superar.

En un momento volví a Cheroga. Creí que tal vez me haría bien. Salí agradecida. Nadie me juzgó ni me rechazó. Por el contrario, recibí cariño, a pesar de mi evidente alejamiento.

Sin embargo, esa “vuelta” no fue definitiva. Me faltaba una determinación firme. Abandoné otra vez la confesión. Hasta que un día, cuando me oprimía la tristeza por haber terminado una relación con un chico, acudí otra vez a un sacerdote, tal vez en busca de consuelo. En esos días, desde Cheroga me invitaron a viajar a Brasil para acompañar al Papa Benedicto XVI en su recorrido apostólico. Me sumé con el único deseo de distraerme un poco y apaciguar la turbulencia interna luego de mi frustrado noviazgo. Nunca pensé que ese viaje, al que me embarqué sin ganas, iba a cambiar el rumbo de mi vida de un modo rotundo. Creo que fue uno de esos regalos enormes que hace Dios.

El viaje, de más de 48 horas en colectivo, fue muy divertido. El primer impacto se dio al conocer a quienes viajaban conmigo. Eran chicas alegres, serviciales y sobre todo me llamó la atención su valentía, una fortaleza que yo no había sabido sostener.

Estaba segura de que a través de su voz escuchaba a Jesús, quien volvía a tenderme la mano, que volvía a invitarme a seguirlo para ser muy feliz. Y no pude, no quise decirle que no.

Al segundo día de estar en San Pablo fuimos al estadio Pacaembú, donde el Papa recibiría a los jóvenes. El entusiasmo era masivo y la alegría contagiosa, algo que hacía mucho no sentía. Cuando Benedicto XVI comenzó a hablarnos y el silencio se adueñó del estadio gigante, sus palabras claras y punzantes fueron el golpe de gracia para mi alma. En ese lugar repleto de gente, sentí que estaba sola y que el Papa me hablaba sólo a mí. Estaba segura de que a través de su voz escuchaba a Jesús, quien volvía a tenderme la mano, que volvía a invitarme a seguirlo para ser muy feliz. Y no pude, no quise decirle que no.

Pasada la fuerte emoción, reflexioné mucho. Reconocí que la razón por la cual me había alejado tanto de Dios había sido abandonar los medios de formación que recibía en la Obra. ¡Fue tan lindo empezar a rezar de nuevo!

Al mes de volver de aquel viaje hice un retiro. Nunca me gustaron mucho los retiros. Fui sin ganas, pero sabiendo que era necesario. La verdad, me hizo muy bien. La franqueza y la comprensión de la dirección espiritual volvieron mis pasos al camino que yo misma había dejado.

Cuando sentí que quería volver a Dios, no dudé en buscarlo a través del Opus Dei por una razón fundamental: siempre encontré cariño.

Exteriormente no había cambiado nada pero interiormente había dado un vuelco increíble. Con las mismas circunstancias que antes me angustiaban, ahora soy feliz. Cuando sentí que quería volver a Dios, no dudé en buscarlo a través del Opus Dei por una razón fundamental: siempre encontré cariño. Y nadie se resiste a eso. Agradezco profundamente a Dios que haya querido fundar su Obra. Allí nunca encontré gente perfecta, pero sí personas que se esfuerzan, y mucho, por ser buenas, y tanto esfuerzo ajeno termina contagiando y haciendo que una quiera luchar. No puedo dejar de advertirme a mí misma y a los demás sobre la necesidad de luchar cada día, porque viví en carne propia que cuando se empieza a ceder es muy fácil perderlo todo. Cuando pienso en mi falta de fidelidad, no dejo de agradecer la fidelidad de un santo de nuestro tiempo al que le debo mi felicidad: San Josemaría Escrivá.