Homilía del Nuncio Apostólico en Argentina durante la Misa de San Josemaría

Transcribimos las palabras pronunciadas por Mons. Emil Paul Tscherrig en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires el 26 de junio pasado.

Queridos sacerdotes y miembros del Opus Dei, Hermanas y Hermanos en Cristo.

Agradezco a Mons. Mariano Fazio esta invitación a celebrar con ustedes a su Santo Fundador, y saludo a todos en nombre del Santo Padre Benedicto XVI. Al finalizar esta celebración tendré el privilegio de impartirles la Bendición Apostólica del Santo Padre.

Un gran pensador y escritor francés dijo en una oportunidad: ¡No hay mayor vergüenza para un cristiano que la de no ser santo! Y, en efecto, los santos nos recuerdan la esencia de nuestra vocación. Ella consiste en ser hijas e hijos de Dios. Y como tales somos llamados a hacernos siempre más semejantes al Padre celestial, que nos ha revelado su rostro en la persona del propio Hijo.

Para mí, una de las intuiciones más hermosas de nuestro Santo, era precisamente la de atraer nuestra atención a la santidad de la Iglesia y del cristiano. Para San Josemaría, la santificación de la propia persona debe realizarse en la vida práctica de cada día. Con esto, él ha actualizado una idea fundamental del cristianismo, es decir, que la fe no es privilegio de algunos sabios, expertos o excepcionalmente buenos entre nosotros, sino que ella es el don que Dios ofrece gratuitamente a todos los hombres. En consecuencia la fe debe ser vivida en las circunstancias reales de cada cristiano. Por lo tanto, la búsqueda de la santidad en la vida cotidiana, es el modo normal de ser cristiano y no una cosa excepcional o una condición de vida heroica reservada solamente a los así llamados “santos”. Por esto, cada uno de nosotros es llamado a ser santo: el profesor como el trabajador, el obrero como el ingeniero, el que cultiva la tierra como el político.

La fe en Jesucristo tiene el poder de transformarnos en nuevas criaturas en cualquier estado o situación de vida. Ella nos hace participar en el mundo divino, superar los límites de nuestro mundo material y entrar en comunión con aquel Dios que es Espíritu y Amor. Entonces, en la fe es que nace la nueva humanidad que se expresa en la comunión de los santos, a la cual tenemos el privilegio de pertenecer.

Otra característica de San Josemaría es su amor a la Iglesia. En uno de sus escritos leemos:

“Cada día has de crecer en lealtad a la Iglesia, al Papa, a la Santa Sede… Con un amor siempre más ¡teológico!” (Surco, 353), lo que significa que debemos fundamentar nuestro amor a la Iglesia en la visión sobrenatural y en las palabras de Jesucristo.

Sin embargo, muchas veces vemos que hay divisiones, que en la Iglesia hay pecado o deslealtad. La visión sobrenatural nos lleva a comprender las limitaciones de los hombres y a descubrir, detrás de las debilidades humanas, las palabras de Cristo: “Esta es Mi Iglesia”. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica porque es la Iglesia de Cristo y, por lo tanto, obra divina. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia es también humana, porque el mismo Señor la ha confiado a las manos de los hombres. Así es que cada decisión dentro de la Iglesia peregrinante es siempre el resultado de la colaboración entre el trabajo del hombre y el Espíritu Santo, que es la guía suprema de la Iglesia, y la purifica y santifica hasta el retorno de Cristo.

Es esta la Iglesia que ama el Señor. Y San Pablo puede escribir a los cristianos de Éfeso: “Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Efesios 5, 25-27). Desafortunadamente, somos nosotros, los hijos de la Iglesia, los que muchas veces opacamos su resplandor. Pero no debemos temer porque ella está fundada sobre la roca firma del Sucesor de Pedro. El tiene la promesa que “el poder de la muerte no prevalecerá” contra la Iglesia (Mateo 16, 18).

San Josemaría, en sus homilías, animaba con énfasis la oración por el Papa. “El amor al Romano Pontífice –declaró– ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor, la acción del Espíritu Santo” (Amar a la Iglesia, 30).

Por eso cuando los vientos de la crítica arrecian contra la Iglesia, la oración debe ser la primera reacción de los cristianos. En la oración común por el Papa y la Iglesia confirmamos nuestra comunión y nuestra unidad como miembros de la Iglesia, que es nuestra familia.

Recientemente, el Papa confió a un grupo de cardenales: “Estamos en esta lucha, y es muy importante tener amigos. […] Vayamos adelante.[…] El señor dijo: he vencido al mundo. Estamos en el equipo del Señor, por lo tanto en un equipo ganador” Ver texto completo

En consecuencia, servir a la Iglesia es esforzarse por vivir la propia profesión y oficio con perfección humana y cristiana. “Para servir, servir”, decía el santo que hoy celebramos. La Iglesia necesita personas idóneas, que den testimonio cristiano en las encrucijadas de la vida, porque hacen bien su trabajo, porque sonríen, porque promueven las acciones honestas, el compromiso por el bien común y la solidaridad. En el mundo del siglo XXI, este testimonio cristiano es de capital importancia para que se valore a nuestra Madre la Iglesia. “Por sus frutos los reconocerán” (Mateo 7, 20), dice la Escritura. La sociedad espera de los cristianos, hijos de la Iglesia, los dulces frutos de la caridad de Cristo hecha carne en la vida de cada uno y de cada una.

Valgámonos entonces de esta ocasión para agradecer y alabar al Señor en sus santos y pidamos que también nosotros, a ejemplo de San Josemaría, seamos siempre fieles y santos testimonios de su presencia en medio de nosotros.